lunes, 10 de mayo de 2010

Woody Allen, sí.

Con desaforo va sobre las páginas, no puede dejar de pensar en lo que escribe. Se abalanza sobre las ideas que se pisan los talones unas a otras, se amontonan como los fósforos cuando abrimos la caja hacia uno de los lados, son piernas que se rompen al intentar correr más rápido unas que otras, se suceden como rounds violentísimos los domingos por la tarde.
Toma un té mientras sigue escribiendo. Le lleva tanto tiempo a veces acabar con una línea para seguir con la otra. Mueve un lápiz entre los dedos mientras piensa. Los dedos que no podían dejar de tipear en los tiempos primeros. Los labios que no paran de moverse al dictar en lo que ahora toca de vida.
Aquella tarde en el parque en la que pensó que sería fantástico si Lee se involucrase con el profesor de literatura de Columbia. La música ininterrumpida para una vida así. Una ciudad insoslayable para la obra de arte de la vida. Sería algo así como asfalto de cinematografía.
Y el pensamiento pequeñoburgués tomado por asalto del silencio de las habitaciones para afuera. El mismo pensamiento pequeñoburgués que se muere de la risa cuando la escena de los dos cuñados que permanecen parados en una habitación y tienen sexo mientras hablan amablemente con una abuela ciega que les pregunta ya no recuerdo bien qué. Todos reímos en ese momento, ¡celebremos! Y de nuevo el pensamiento pequeñoburgués escandalizado para la vida real en situaciones semejantes encontrará deliciosas todas las imágenes de Nueva York y no está nada mal si suspira.
Vuelvo al diminuto hombre-bestia que se muestra fastidioso cuando algo lo aleja con más o menos violencia de sus cavilaciones, se mueve con sigilo en la habitación, de un lado a otro, mientras hay algo que no se ajusta con lo que está sobre el papel que dejó en el escritorio y absuelta una idea, regresa a la silla y a las palabras y comete la creación.
Se levanta de buen humor un día, o tres seguidos. Hace bromas mientras bebe el café de la mañana, cuando entra al vestíbulo y toma el saco para salir, cuando cierra la puerta del baño al que entra, desde la ducha con el agua dejada correr, al entrar al auto, dejar su cartera sobre el escritorio, colgar el saco, sentado con amigos en el living mientras sirve algo de pastel.
En tanto escucha la música hecha ópera a la hora de la siesta, encuentra ese fragmento de una película de los hermanos Marx en que los actores están bailando en clave de comedia musical, inundados en risa o una canción de Cole Porter que toca un hombre negro al piano de cola o una discusión entre padres judíos e hijo sobre si comenzar a creer en Jesucristo o no o un beso de recién casados luego de ser cuñados durante algún tiempo y que llegan a ser recién casados por encontrarse en una disquería, tiempo después de una cita fallida o un poema en la página 112 de un libro de E. E Cummings. Todo para decirnos que se acabe la lucidez y el pesimismo cuando van juntos y de una vez por todas, amemos la vida.

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