domingo, 29 de septiembre de 2013
King Kong
Estabas de espaldas a mí, y yo sentada. Y me dio vergüenza. Y salí del sitio. Tan pequeño era, para todo lo que allí pudiera caber.
Entonces estabas solo, y fui a saludarte. Dije un chiste. Nada mal, pienso ahora. Me diste la razón o te reíste apenas. Hablamos. Veinte líneas habrán sido. Y a cada cosa que yo mencionaba, todo se arruinaba. Te hacías más grande, como algo que crece, desde abajo, amorfo al principio, inmediatamente estabas igual de amorfo, seguías creciendo, y yo: cada vez más cayéndome por la espalda, contra tu forma inmensa, que me aplastaba casi, me volvía pequeña, era puro ojos asustados, puro corazón desnudo. Hasta que dijiste eso de la pereza que te daba volver para saludar y partiste.
Me junté toda y volví a casa, casi por donde había ido. Y no te vi nunca más.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario